Eran
aproximadamente las 16:00 horas, cuando la puerta principal de la casa N°66-20
de las Calles José Basurto y Máximo Gómez, retumbó. Llamaban a la puerta de
color negro insistentemente dos hombres, eran agentes de la Unidad de Violencia
Contra la Mujer y la Familia. Traían una orden para desalojar a un miembro de
aquel hogar.
Uno
de ellos llevaba el uniforme oficial de la Policía. El otro, un hombre de
presencia más imponente, con gafas
oscuras, se dirigió a la mujer, que entre lágrimas, indicó la morada de su
primer hijo. Tres gradas llevaban al fondo de la casa. El cuarto tenía el
aspecto de una vieja guarida del Centro Histórico, no había puerta y el marco
de aquella ventana había olvidado cómo se veía algún día, aquel transparente
cristal, que se quebró, en uno de tantos arrebatos de violencia de un hijo que
no conocía de límites cuando estaba bajo los efectos de la droga y el alcohol.
Con
voz firme, casi indolente el Policía informó al hombre de 38 años, que tenía
veinte minutos para desalojar aquella habitación. Busque una camioneta, dijo el
oficial, mientras el agente ayudaba a recoger las primeras pertenencias que se
amontonaron en aquella fría vereda, hasta la llegada del vehículo.
Su
habitación no era muy grande. Seis metros cuadrados, color tomate, un baño
descuidado que emanaba un pútrido olor a orines y humedad. Un riachuelo rodaba
por sus mejillas, no entendía en qué momento pasó, en qué momento volvió un
infierno la vida de aquellos que fuesen sus seres más queridos.
Su
cabeza daba vueltas, impulsada por cientos de ideas que transcurrían por su
mente. Corría a la calle principal, buscaba un teléfono entre aquellos pequeños
locales que acompañan la avenida. Margarita, dijo, insistentemente, se apareció
en la puerta de aquella tienda con grandes rejas, seguramente colocada para
evitar algún robo que se ha vuelto tan cotidiano en este lugar. Una mujer
delgada, de cabello negro ensortijado, estaba vestida con una licra color gris,
el mismo color de aquellos desgastados botines que conformaban su atuendo y un
saco negro como su dolor, decepción, dirá ella, impotencia ante los problemas
de la juventud que también han arrastrado a su hermano al oscuro abismo de la
drogadicción. ¡Una llamada a celular por favor, necesito hablar de urgencia con
un amigo!
Cuando
contestaron el teléfono, sintió cierta calma, un par de frases y obtuvo una
respuesta positiva. Había conseguido un hogar provisional y la camioneta, que
llevaría sus pocas pertenencias, llegaba con premura.
¿Por
qué dejaste que pase esto Diego? Tu mami te insistió tantas veces para que
cambies, pero nunca entienden a tiempo. El Jaime está en el mismo camino, ésta
semana vino a hacer relajo, a romper los vidrios y cogió un cuchillo, que si no
hubiera sido por Dios que me ayudó a quitarle, no sé lo que hubiera pasado, le
dijo la mujer, ella conocía su historia…
De
pequeño, lo socorrió muchas veces cuando su padre, ebrio, llegaba a golpearlo a
él y a su madre. Nunca seré igual a mi papi, prometió muchas veces a su
progenitora, pero aquellos baños en agua helada a las dos de la madrugada o
esas golpizas sin razón dejarían una huella en aquel frágil corazón, que con el
transcurso del tiempo sintió la curiosidad de experimentar con los vicios.
Primero
fue el alcohol, tenía un efecto agradable sobre su cuerpo, pero ya no era
suficiente para calmar el dolor de los recuerdos y la pérdida de un amor. Ahora
necesitaba de algo más fuerte, algo que le hiciera olvidar, olvidar, olvidar
hasta un punto en el que perdió su propia voluntad. Estaba consciente de que
era culpable, de que su madre tenía razón en haber tomado acciones. No guardaba
rencor. El también sentía remordimientos cuando al despertar percibía las
miradas acusadoras de sus hermanos, que no podían olvidar aún los episodios del
día anterior, gritos, golpes, destrozos.
Todo
esto que se tornaba constante, llevó el jueves 10 de Octubre, entre llantos, a
María Esther, una mujer de 56 años, cabello negro corto, tez trigueña, de un
1.50 cm de estatura aproximadamente y de rostro cansado, a presentar una
denuncia en contra de su primogénito. Gladys Marlene Bermeo, técnico de
Información e Ingreso de Causas de la Corte Provincial de Justicia de Pichincha,
recibió y dio pasó a su solicitud. Escuchó su historia con mucha atención. Entre
palabras de aliento y una promesa de seguridad llevó el caso ante la juez, Dra.
Yolanda Garcés Dávila, la misma que solicitó la aplicación de los art. 1,2,3,4,5
de la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación
Contra la Mujer (CEDAW), contenida en la Constitución de la República del
Ecuador, en el derecho del buen vivir.
Adiós
mamá, voy a cambiar por usted, por todos ustedes susurró mientras se subía en
aquella camioneta gris, que sonaba como una vieja mal traca y que iba dejando
en el aire un espeso humo blanco… el dolor de la justicia que aún no se
desvanecía.
TATIANA CASA
FACSO 2013-2014
QUINTO A
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